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Globos con chicle en verano

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Vivimos rodeados de normas. En verano, si tienes la suerte de tener piscina en la urbanización, te controlan el horario, te dicen que no metas colchonetas, que no comas, que tires el chicle, que no saltes donde no cubre y que no corras. Vamos, que te dejan bañarte de milagro. 

En mi infancia hay recuerdos imborrables jugando con mi pandilla en una enorme piscina en la que nuestras madres, con su simple presencia, nos recordaban que, si se bañaba un adulto, debíamos apartarnos para no salpicar ni molestar. Adultos fuera del agua, mi amigo Zuga y yo nos lanzábamos desde lo alto de la escalerilla, hacíamos carreras, persecuciones y nos tirábamos de cabeza en una zona estrecha de la piscina donde el reto real era no romperse la crisma.

En las largas tardes de verano de mi infancia, si caía un chicle en nuestras bocas, extendíamos el masticado hasta que a nada sabía el chicle. Y mirando al cielo, hacíamos globos de chicle, atentos a que nadie nos lo estallara.

El verano era sinónimo de libertad. Nos comportábamos respetando una educación básica, aprendida en casa. Hoy, esa educación parece querer delegarse en los profesores durante el curso y en socorristas y monitores en verano. Para muchos el verano se convierte en un “aparca niños” y no es de extrañar por la descomunal diferencia entre los tiempos laborales y los escolares. Desde la incorporación de la mujer al mundo laboral, nada ha cambiado en ese aspecto, así que las familias lo tienen francamente duro para poder conciliar. Porque conciliar es estar juntos, no buscar soluciones para estar separados.

La falta de tiempo para estar realmente con los hijos ha llevado recientemente a algunos padres y madres a alzar la voz y, seguramente de forma irónica, pedir “colegio todo el año”. ¡Menuda atrocidad! Pero es que esa falta de costumbre de pasar tiempo con los hijos lleva a organizar el verano en sitios donde no molesten, donde otras personas a sueldo se ocupen de entretenerles. Hemos creado una sociedad en la que saciar el apetito de actividad de los hijos parece prioritario frente a la necesidad – de padres e hijos – de pasar tiempo juntos y de practicar la comunicación. Tiempo de calidad, de ese que permite impulsar una convivencia que, durante el año, queramos o no, se va dañando en un largo curso lleno de horarios, obligaciones y cansancios. No hay mejor deporte en verano que practicar la buena comunicación familiar: escuchar y hablar.  

El aburrimiento ha pasado de moda. Que un hijo se aburre, pantalla; o a la piscina con el socorrista. Hacemos todo esto sin darnos cuenta de que aburrirse en familia es el mejor invento; cada uno saca su ingenio para inventar historias, organizar juegos y hacer globos con los múltiples chicles que hoy tenemos por casa. Para hablar, hablar y hablar… o para estar juntos disfrutando del silencio y de los sonidos del verano: el mar, la montaña, el pantano, la ciudad sin tanta gente…

El verano es una oportunidad de volver a ser niños. Dar ese espacio a los hijos – especialmente a los adolescentes – es algo que solo puede recuperarse en el marco más seguro que es la propia familia. Nada es más importante que los amigos en ese tiempo adolescente; por eso la familia tiene unos días en verano para recordar que también existe.

Hay muchos veranos; todos valen. Pero las vacaciones nacieron para dar impulso a los valores más familiares: estar juntos, abrazarse, charlar, jugar y descubrir que ahí seguimos, que somos esos niños que saben hacer globos con chicles de distintos colores. 

TAMBAB