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Aprender que todo comunica

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El otro día mi hijo bostezó como un oso. Con la boca bien abierta y dejando escapar un sonido fácilmente traducible como un “me aburro” con muchas “oes” al final. Cuando le llamé la atención protestó: “Estamos solos”, argumentó en su defensa; “hasta que no lo estemos; y se te escape igualmente”, le contesté convertida en esa madre/padre fiscal que todos llevamos dentro. Y como también me erijo en juez de vez en cuando, dicté sentencia: “todo comunica hijo, todo comunica”.

¡Y qué gran verdad que todo comunica! Creo que esa sería la conclusión más importante a la que llegué a esa edad en la que, tras más de 25 años de carrera, comencé realmente a sentirme segura en mi puesto. En estos tiempos en los que el edadismo discrimina y las personas con experiencia se van de las empresas – muchas, desgraciadamente, para no volver a entrar – me pregunto quién llamará la atención a los que entran nuevos sobre cuestiones vitales como la actitud, la forma de dirigirte a compañeros y jefes, la forma en la que dejas tu mesa o cómo te despides en un correo electrónico.

No deja de sorprenderme al leer ofertas de empleo vinculadas a comunicación, la de cosas que piden que sepas hacer para luego recomendar una experiencia de dos a cuatro años. Y yo pienso que en tan poco tiempo es difícil saber hacer – certeramente – todo eso que piden. Son cargos además de responsabilidad, lo que significa que no tendrán un referente del que aprender o adquirir experiencia. No tendrán a nadie que les diga que bostezar – hasta sin ruido – o recostarse en la silla, genera un prejuicio que, acertado o no, lo están proyectando ellos.

Esta discriminación por edad es nociva para los perfiles senior, pero lo es también para los juniors que entran a trabajar sin modelos a los que seguir. Y luego pasa lo que pasa: que también discriminan al joven aludiendo falta de compromiso o inmadurez. ¡Si no tienen de quien mamar ese compromiso o esa madurez! Cuando yo empecé a trabajar aprendía de todos: de cómo escribían, de cómo hablaban por teléfono, de cómo se sentaban. Estaba ávida por aprender y de todo sacaba un aprendizaje que me hacía lanzarme además a proponer nuevos retos. Muchos años más tarde, sigo aprendiendo de la vida y del trabajo de todos los que me rodean.

Compañeros más jóvenes de mi empresa, en alguna ocasión me han pedido consejo sobre cómo escribir un correo electrónico importante o sobre cómo afrontar un problema. Y no creo que lo hagan por mi cargo de comunicación – que también – sino porque ven asomarse alguna cana en mi cabeza pese a los barros que me pone mi querida peluquera Almudena.

Pero ¡ojo! también soy yo la que me acerco a compañeros más jóvenes para saber si algunas expresiones de mi época aún siguen usándose o para saber si ellos interpretan como yo una frase o una tendencia. Y tenemos gustos distintos, claro. Me sorprendo con lo que ellos ven – que yo no veo – y ellos reflexionan sobre lo que yo sí veo. Y es ahí cuando aprendemos todos. Para aprender hacemos falta distintas generaciones compartiendo las ganas de aprender.

Ahora que parece que, si una empresa no está en una “transformación permanente” o en el “cambio constante” pierde valor, la única pregunta que yo haría en una entrevista de trabajo sería: “¿Has perdido la capacidad o las ganas de aprender?”.

Termino con un ejemplo. Un muy buen amigo me ha dicho que a los 23 años se creyó muy mayor para ser músico. Hoy, a sus 50, sabe que es músico. Ese es el valor y la seguridad que te regala la experiencia. Extenderla, es el mayor activo de una empresa.

Tambab

AgenciaE Marketing y Comunicación Digital