Cultura y entretenimiento

Unas espléndidas películas para cinéfilos escondidas en Netflix

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No son las películas que nos suele recomendar la plataforma en el momento de abrirla. Tampoco es fácil que el algoritmo las muestre en algún momento de la búsqueda.

Pero son algunas de las más interesantes del catálogo de Netflix para los cinéfilos, para los que buscan mucho más que cine de estreno y entretenimiento insustancial.

Con los cambios sociales y los nuevos gustos, han entrado en un injusto barbecho. Estilos distintos, tiempos distantes. Pero todas ellas de calidad. Pasen y, si les apetece, busquen y vean.

Cuando se estrenó hace 20 años cosechó buenas críticas, estaba protagonizada por cuatro intérpretes entonces en la cumbre, y dirigida poer Mike Nichols, uno de los nombres fundamentales del cine estadounidense desde su espectacular irrupción con ¿Quién teme a Virginia Woolf? y El graduado a mediados de los sesenta. Sin embargo, pocos jóvenes cinéfilos la conocen hoy pese al reparto con Julia Roberts, Natalie Portman, Jude Law y Clive Owen. ¿Demasiado amarga, realista, cruda, directa, pesimista, amoral, elíptica y adulta para los nuevos gustos?

Basada en una obra de teatro del dramaturgo Patrick Marber, que adaptó su propia pieza, Closer (el antetítulo español no puede ser más horrendo) se abre ya con una preciosa pero áspera canción de Damien Rice, The Blower’s Daughter, con estrofas desesperadas: “¿Dije que te detesto? / ¿Dije que quiero dejarlo todo atrás? / No puedo dejar de pensar en ti”. Y lo que sigue es un cuadrilátero amoroso-sexual de descarnada sinceridad entre una fotógrafa, un escritor, un médico y una camarera. Imágenes de amor desolado, con Portman y Owen nominados al Oscar en las categorías de interpretación de reparto.

David Lean ha pasado a la historia del cine por sus grandes epopeyas bélicas y románticas, pero comenzó su carrera con películas mucho más íntimas, como La vida manda y Breve encuentro.

La barrera del sonido, también de su primera etapa, tiene algo de cada una de sus vertientes: la calma y el espectáculo; la caricia y el brío. Como una extraña y primigenia mezcla entre Elegidos para la gloria y Top Gun, el relato se ocupa de ese momento de la historia de la aviación en el que los modelos supersónicos comenzaban a utilizarse y los pilotos superaron la velocidad del sonido. Y hay aventura, pero también melodrama romántico, cine histórico y tragedia familiar.

Un gag cómico no apto para animalistas abre la película. Le siguen dos diálogos en los que el protagonista muestra su racismo y su homofobia. ¿Incorrección política? Vista hoy, igual sí, pero en su momento solo era una alta comedia de Hollywood con un ligero romanticismo y toque estrambótico, que se convirtió en un clásico moderno. Así han cambiado los tiempos. También el cine. Sin embargo, el estilo elegante de James L. Brooks, su director, y el encanto de su trío protagonista, se muestran imperecederos.

El viaje hacia la redención de un insoportable en lo social y penoso en lo personal, a causa de su trastorno obsesivo compulsivo, fue candidato a siete premios Oscar y ganó dos: para Jack Nicholson, que decidió retirarse en 2010, y para Helen Hunt, que incomprensiblemente fue cayendo desde la primera línea de Hollywood hasta un injusto socavón profesional. Los miserables como Melvin, el rol protagonista, pueden ser graciosos si se sabe marcar la línea entre la búsqueda de un divertimento cinematográfico y la de un panfleto moral.

Tras la aspereza del neorrealismo, durante las décadas de los cincuenta y los sesenta la comedia popular italiana radiografió no solo un país sino una también una idiosincrasia, un modo de moverse por la vida. En El comisario,  Alberto Sordi es un tocapelotas, ese individuo que trabaja demasiado en un lugar en el que nadie da un palo al agua. Recto, riguroso y ambicionando un puesto mejor, el joven policía (aunque Sordi nunca tuviera cara de joven) se encabezona en investigar un caso cerrado por el juez de instrucción tras el empeño de los de arriba y con la indolencia de los de en medio: la muerte de un alto cargo empresarial que andaba de orgías en la noche romana. Lo de menos es el proceso de investigación. En la película lo relevante es el patético recorrido por un país en el que ya sea en una carrera de galgos, en una fiesta o en un entierro siempre hay alguien que pretende sacar tajada de otro alguien que también pondrá la mano para confraternizar en caradura.

Huele a comedia de la Ealing, pero en realidad llegó una década antes de que la mítica productora británica comenzara a facturar aquellas fantásticas historias comandadas por el sentido de comunidad, las preocupaciones sociales y una cierta excentricidad. 

Penny Paradise, película de aprendizaje de Carol Reed, que a finales de los cuarenta se establecería como uno de los grandes nombres del cine británico con Larga es la noche, El ídolo caído, y, sobre todo, El Tercer hombre, es una encantadora comedia de equívocos con toques de musical, protagonizada por ese reconocible entramado de cualquier lugar del mundo llamado gente común.

Con sus ilusiones, sus (pocas) certezas, su ir tirando y sus soplos de aire fresco. En este caso, el capitán de un viejo remolcador de Liverpool que descubre que ha ganado un dineral en las quinielas de futbol, lo que le acerca junto a su simpática pero acomplejada hija a algunos de sus sueños. Sin embargo, como en El mundo sigue, de Fernán Gómez, película hermana en eso de la ilusión por un boleto premiado para salir del hoyo, se descubre que no es el dinero lo que da la felicidad, sino tu propio interior y la comunidad que siempre te quiso.