Elizabeth Taylor: grabaciones inéditas que cuentan una parte de su vida más desconocida
MAX estrena un documental en el que la actriz narra su vida a partir de una entrevista de los años 60 descubierta recientemente.
BettyGS
‘Elizabeth Taylor: las cintas perdidas’, el documental que acaba de estrenar MAX, construye un relato que parte del recorrido profesional que hace la propia actriz en retrosprectiva en una entrevista que se realizó en los 60.
La propia Liz desgaja su vida de forma íntima, como si en lugar de una grabadora hubiera frente a ella un espejo que le devolviera la imagen de la mujer que es y , simultáneamente, la que le hubiera gustado ser.
Taylor fue una mujer que se debatió, durante buena parte de su vida, entre el escándalo amarillista que se levantaba a su costa y el intento infructuoso de reconocerse a sí misma más allá de la vorágine en la que se precipitó antes, siquiera, de ser mujer.
El estrellato de Liz se consolidó antes que su madurez. Rodó sus primeros papeles siendo apenas una adolescente, compaginando alrededor de tres horas de escolarización con unas ocho horas de rodaje diario. La actriz vio interrumpida una etapa fundamental de su desarrollo personal en aras de una producción fílmica que la volvió una estrella, cosa que lamentaría más tarde.
Elizabeth y otros muchos juguetes rotos del show business vivieron una metamorfosis truncada.
Taylor comenzó su carrera al quedar deslumbrada por los enormes escenarios. Pronto, dio el salto a la edad adulta sin conocer otra cosa que aquella parafernalia de cartón.
En la película de 1949, Traición, un Robert Taylor de 37 años en el papel de un oficial de la Guardia Británica besaba a Liz. El filme supuso el salto de la actriz, aún una adolescente de 16 años, a papeles adultos. Arguyendo un desarrollo físico acelerado que, según los productores, le hacían tener la apariencia de una mujer adulta, nada les impidió ofrecerle papeles con bagaje romántico o sexual. Su primer beso en la vida real ocurrió una semana antes del que recibiera frente a las cámaras.
A sus 18 años se casó con Conrad Hilton. Fue el primero de hasta siete matrimonios que no estuvieron libres de polémica. En una época en la que la prototípica «familia feliz americana» era el objetivo a alcanzar por ser considerado el máximo exponente de felicidad, los vaivenes sentimentales de la actriz levantaron ampollas en la opinión pública estadounidense. Que en más de una ocasión fuera la razón del divorcio de los matrimonios de sus amantes le ganó, además, la fama de «robamaridos».
Liz, sin embargo, no supo hacer otra cosa que dejarse llevar por la corriente de un Hollywood que quiso someterle a una sexualización definitoria para su vida profesional. El gusto por las joyas, su vida amorosa y la imposición por parte de las productoras de papeles que la posicionaban como objeto de deseo, construyó para la actriz una imagen a caballo entre la femme fatale y la diva sexual.
En un momento dado de la entrevista con Richard Meryman, Liz responde airada, de una forma que descoloca, pero no sorprende. «¿Me vás a volver a preguntar si soy una diosa del sexo? ¡Ponéis demasiado énfasis en eso! Sé que soy actriz y que soy mujer. Pienso que el sexo es fantástico, pero en lo que concierne a ser una diosa del sexo, jamás pensé algo así, ¡me lo has preguntado 19 veces!»
Liz tuvo que desprenderse, como de un lastre, de aquella carcasa que era su cuerpo joven para empezar a encontrarse. La vejez fue un momento de iluminación en el que la actriz logró al fin reconocerse. Tuvo que pagar un precio, sin embargo, por aquella transición. Los titulares que durante décadas la habían estado ensalzando como un icono sexual y dieron cobertura a sus idas y venidas sentimentales, le fustigaron por el lógico deterioro físico que le supuso el envejecimiento, con la poca misericordia habitual en estos casos.
A partir de los años 80, después de los problemas con las drogas que parecen un trámite insalvable en cualquier figura del mundo del espectáculo, Liz comenzó a promover proyectos humanitarios.
Desde su juventud, se había rodeado de hombres homosexuales con los que había desarrollado una fuerte y sólida amistad. La muerte de su amigo, Rock Hudson, que estaba enfermo de sida, empujó a la actriz a fundar la organización amfAR (american foundation for AIDS research).
Una entrevista llevada a cabo en los 80 termina con el documental que nos trae MAX. En esta ocasión Liz es una mujer desprendida, gracias al correr del tiempo, del halo de deidad sexual que le habían encasquetado. Es, también, una mujer tranquila. Soltera. Que ya no lucha por reconocimiento, sino por lo que cree. Es una mujer, en definitiva, satisfecha.