India: de la maleta a la mochila, un turismo diferente
El país asiático es una caja de misterios que hay que abrir poco a poco, y preparar la maleta para descubrirlo requiere de concentración y conciencia.
LMN
Esplendidas ciudades de colores donde los saris de las mujeres flotan vaporosos. Paquidermos grandes como montañas que lucen la cara pintada de llamativos colores. Palacios donde lo único que falta es la presencia del maharajá paseando entre sus jardines. Agra, con su imponente Taj Mahal rayando los atardeceres. Benarés, la ciudad que fusiona la vida y la muerte.
La mayoría de las efigies que la imaginación fabrica sobre este destino resultan atractivas. Incluso la idea de oler la comida a través de la pantalla o sentir el bullicio con una sola imagen empujan al viajero a preparar el equipaje para descubrir un país único. Sin embargo, ¿cuántas cosas se necesitan para viajar a la India?, ¿cómo se puede preparar bien el equipaje para disfrutar de un destino único?
La India es una gran caja de misterios que hay que abrir poco a poco si se quieren descubrir sus enigmas y preparar la maleta requiere de concentración y conciencia.
Lo que en un principio se puede describir como los ‘por sis’ básicos como un buen botiquín o el calzado apropiado, al final acaban siendo los ‘por sis’ estorbo. En una maleta cabe todo, por eso es fácil meter ropa por si hace frio, ropa por si hace calor, una plancha de viaje por si se arruga la ropa, excesivas medicinas con el letrero ‘por si’ e incluso algún que otro sobre de sopa instantánea ‘por si’ la comida india tiene demasiado curry.
Atenerse a las consecuencias del jet lag y asumir el cansancio cuando el bochornoso calor abofetea en el aeropuerto de Nueva Delhi es el peaje que hay que pagar en esta carretera viajera. El segundo regalo de bienvenida viene en forma climatológica y tiene nombre de sofoco. La perenne humedad con la que vive la India solo se reduce en los escasos lugares donde hay aire acondicionado y el clima tiende a resecarse y, esa pequeña tregua, se encuentra en el taxi (previamente contratado) que cubre el trayecto del aeropuerto al hotel.
Sin embargo, las sorpresas acaban de empezar cuando el traslado va cargado de desconcierto y exento de saris, elefantes o maharajás. La realidad india sale al encuentro sin tener que buscarla y le ofrece al viajero otra de sus postales cotidianas. Es posible que la oscuridad de la noche y la falta de alumbrado público desorienten al más valiente, sin embargo, es del todo viable que la confusión inunde al visitante cuando localice los bultos que se hacinan, acostados, en la medianera de la carretera.
Padres que apoyan la cabeza en los pies de sus hijos para no perderlos durante la noche, y madres que custodian a los bebés recién nacidos atándoselos con fardos a los pechos. Familias completas, reunidas en medio de la carretera y descansando sobre un bordillo de 15 centímetros de alto por 30 centímetros de ancho que, además, se pelean con los perros callejeros para que no les quiten ni el sitio, ni la comida.
Escenas que pierden el color y que invitar a la reflexión. ¿Será posible que todos los ‘por sis’ de la maleta se conviertan de repente en recursos efímeros y superficiales? ¿Es posible que, en esta primera toma de contacto, se cuestione la absurdez del exceso cuando todavía no ha amanecido en el país de las eternas sonrisas?
Después de un breve descanso y la consabida instalación en el hotel elegido, es el momento de salir y pelearse con la ciudad y, en esa lucha, intentar ganarle el pulso a la segunda dádiva divina. Una dádiva tan inesperada como cruel que viene de la mano de la primera sensación con la que nos obsequió la India: el calor.
Tan pegajoso que se instala detrás de las rodillas y sube pegado a la garganta; tan sofocante que invita a la hidratación constante y es incapaz de detenerse hasta que el viajero no sucumbe a la tentación de comprarse un nuevo modelo de ropa más acorde a las circunstancias que lo rodean.
Algo fresco, artesanal, bonito. Una prenda que disimule la humedad y se mimetice con el ambiente nativo. Y para encontrarla, en el Bazar Bapu de la ciudad rosa de Jaipur existen cientos de tiendas coloridas y modernas donde las mujeres que las regentan hacen del color de piel occidental un lugar de culto.
Los detalles de sus miradas pueden pasar desapercibidos si la viajera se pierde en entre los colores de las telas. Pero si está atenta podrá ver cómo brilla la cúrcuma dentro del iris indio, alojada ente la bondad y la ternura. Y este es otro de los regalos de la India, esas miradas que, acompañadas de un leve balanceo de cabeza, hacen crecer la conexión entre el turista y el autóctono hasta límites insospechados.
Una vez elegido el sari, el peikot o el sawar kalmeez, probarse las prendas puede ser una experiencia inolvidable. Es posible que la turista que lo intente no esté sola en el probador, como también es posible que, una vez producida la compra de los nuevos artículos, quiera desechar los viejos y la tendera no le deje con leves aspavientos de las manos. Todo se aprovecha en la India.
También es posible que la vendedora haya avisado a sus vecinas, y las muchachas congregadas se ruboricen frente a la presencia de una mujer de otro color que está en sujetador, como también podría suceder que, incluso, por simple curiosidad se lo pidan a la clienta para probárselo una a una.
Es posible que la turista también se acabe comprando un pijama de caballero de amables colores, como también es posible que el resultado sea digno y satisfactorio delante del espejo. Todo es posible en la India. Incluso es posible que el esfuerzo que supuso arrastrar la maleta hasta los confines del mundo sea solo un recuerdo y este objeto se quede aparcado en el hotel sin nada dentro.
Es posible que las experiencias en un lugar como la India marquen el rumbo de las decisiones futuras y acaben desechando la presencia de los ‘por sis’ por otro tipo de prioridades. Sin ese margen de posibilidades, sin esa especulación simbiótica, la maleta no le habría dado paso a la mochila.