Opinión

A nuestros abuelos

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Por Rodrigo Villar
Imagen de Rodrigo Villar

Cada día que veo las cifras de ancianos fallecidos por coronavirus, en residencias y semi abandonados, no puedo evitar acordarme de mi abuela con cierta mezcla de ternura y nostalgia. Mi abuela fue maestra nacional y conservaba aquella paciencia y comprensión que solo se encuentra en aquellos que han trabajado en la tediosa educación de los párvulos. Tenía costumbre de explicarme la historia como un cuento para que me entrase mejor y creo que de ahí viene mi gusto por lo histórico y literario. Mientras me tomaba las lecciones solía decirme “apréndetelo bien, que te entre en la sesera, no quieras darle otro disgusto a tu madre con lo que tiene ya la pobre”.

Mi abuela pertenecía a esa generación excelsa y sufridora que reconstruyó nuestra nación después de la guerra y que después lideró la transición democrática que nos llevó al mayor periodo de prosperidad de nuestra historia. Una generación centenaria que lo vio todo. Vivieron los últimos coletazos de la España antigua, de esa que se ve en los libros; la de las colonias y los reyes de armiño, de los experimentos políticos, de las dictaduras, de las guerras y de los golpes de Estado. Vieron todo eso y también vieron como España, milagrosamente, se convertía en un país desarrollado con todas las letras. No quedó rastro de esa vieja España, la grandiosa y a la vez humilde de los lazarillos de Tormes y de las novelas de Pérez-Reverte.

Mi abuela falleció en 2015 a la edad de 96 años, ocurrió en casa y nunca le faltó el cariño de su familia. Sin embargo, a pesar de ello, no puedo evitar sentir una cierta rabia irracional hacia la muerte. Irracional porque no puedo dirigirla hacia nadie si no hacia la naturaleza. En este sentido, me imagino, pues, que mi abuela hubiese muerto en una residencia de ancianos por una mala gestión gubernamental y me descompongo por dentro. Esas residencias tristes y solitarias, aliviadero vital para hijos indeseables y tumba de muchos sueños cumplidos o por cumplir. Una suerte de archipiélagos donde la vida transcurre a otro ritmo y donde también algunos encuentran consuelo con la compañía de personas de su misma edad. Aunque siempre archipiélagos olvidados, de robinsones, donde de vez en cuando salta algún escándalo sobre alguna fechoría obra de enfermeras o celadores mezquinos y amargados. Allí, en esos lugares apartados, es donde nuestros mayores han perecido abandonados.

Una generación histórica abandonada, ya no por sus hijos, sino por sus nietos. Una generación víctima del egoísmo fomentado a través de la disolución del núcleo familiar como idea central de toda comunidad. Una generación victima del consumismo acelerado, que ha sustituido el apego familiar por el “los viejos estorban”. Una generación que nos ha enseñado a todos que cuando los valores decaen, los que no son útiles sobran. Una generación que nos ha enseñado lo encanallado de esta sociedad y lo lejos que estamos de aquellos valores tan antiguos y tradicionales, pero a la vez tan cercanos y necesarios.

Rodrigo Villar es abogado, fundador del Portal de Comunicación España es Voz y colaborador habitual del programa Estado de Alarma